El crítico de arte y escritor antioqueño, Darío Ruíz Gómez, presenta una aguda crítica sobre el trabajo del artista conceptual colombiano Antonio Caro, fallecido recientemente.
*Darío Ruiz Gómez
Escritor / Crítico de Arte
El llamado “arte efímero” del arte conceptual partió del reconocimiento de esta condición, estar en el mundo sólo una vez más antes de que las llamas lo devoraran o las señoras del aseo desmontaran las piedritas enfiladas como un sendero, un tablón lamoso, un tarro de pintura viejo: quizás esas imágenes postreras hayan quedado en los ojos de un niño poeta, de una mujer con cáncer terminal, puede ser.
Sería un verdadero exabrupto que un día esa obra efímera, ese concepto apenas insinuado y que no llega a ser “obra”, nos la encontráramos en la sala de un museo de arte contemporáneo, en una galería de moda. Ya saben que Christo y su compañera Janne-Claude realizaron importantes obras de arte efímero, pero lo que algunos no deben saber es que los “bocetos”, las fotografías de estos bocetos de las intervenciones a través de sus procesos respectivos se vendían a precios altísimos.
De este modo la trampa que el establecimiento del arte le tiende a los talentos que aspiran a hacer de lo efímero su respuesta a los tiempos que se viven, a las perturbaciones estéticas, a las sentimentalidades, a los espacios inermes de los museos, terminan por caer casi siempre en esta falacia de las fotos y de los bocetos para vender, un boceto convencional de lo que ardió para siempre recordándonos que somos como una brizna en el aire, itinerantes por destino.
“Creo -dice Fray Angélico en el plano final del film de Pasolini- “El Decamerón” que es mejor soñar la obra de arte que hacerla”, pero sabemos que un nuevo rico de hoy no puede físicamente aspirar al capricho de “comprar un sueño” aun cuando muchos lo hayan intentado; también sabemos que aquello que no se hizo por pereza o desdén hacia los chantajes de las sociedades pragmáticas es en realidad la mayor transgresión al orden y a la ley y es esta pereza con su arte perdido en los imaginarios la que escapa por la ventana del inmaculado baño de la galería hacia la libertad, mientras en la gran sala del museo, travestido de rockero con peinado enlacado y vestido cubierto de lentejuelas, el nuevo “trangresor de lo establecido” chilla con la melancolía del pequeño farsante que sabe que un “fotoshock” circulando por las redes al menos llegará a las manos de sus esperanzados padres. Y personalmente con esto basta. Ian Wilson conversaba contigo y después recogía la cinta con la conversación y la firmaba ya que la consideraba un objeto estético.
Antonio Caro es para mí la figura de un hombre muy feo, mueco, vestido con ese tipo de lino blanco que es el traje tradicional de algunos indígenas de la Sierra Nevada, de los campesinos de las sabanas de Córdoba, y para colmo las sandalias de apóstol y la mochila, osea el entronizado tópico de la rebeldía identitaria. Pero mirado de frente con su barba y su nariz, tan flaco, me recordaba a un judío pobre rumano, a un habitante de los cuentos de Bruno Schultz.

En medio del torbellino desatado por los pijos progres del Norte de Bogotá y algunas clases medias de Medellín y Cali: el revolucionario maoísta, el revolucionario mamerto de cafetería universitaria, los dogmatismos del materialismo histórico, estaban al uso de los nuevos protagonistas de la llamada vida artística. Para no pensar, para no tomarse la tarea de conocer desde dentro al país que invocaban al iniciar sus guerras culturales. ¿Qué quedó de ese viento seco, de esa revolución de bolsillo?
A mí la cabeza de sal entre el cubo al cual se arrojó agua en el momento en que el Presidente Lleras Restrepo inauguraba el Salón y que comenzó a desleírse en medio de los aplausos de un grupo de contestatarios, me pareció una demostración de ingeniosidad –el genio es otra cosa- para denostar de las jerarquías políticas del país, pero cuya supuesta tarea política se esfumó cuando la cabeza de sal quedó reducida a un lecho blancuzco en el fondo de una gran pecera.
Y encima aquella fraseología ideológica que desde la perspectiva de su definitivo desmoronamiento ya es hoy retórica seca, falaz, como lo demuestra esta alegoría propia de un funcionario maoísta: “Estableció -Caro- las aguas siempre presentes de la historia que iban a disolver finalmente la jerarquía tiránica de la opresión y junto a ella la columna vertebral cultural de Colombia”. La alpargata destruyendo a Aristóteles. Este anticipo de la justificación de los derribadores de estatuas y monumentos, de la policía del lenguaje, del terrorismo cultural transformado en lo políticamente correcto y que hoy se ha mutado hacia otras versiones más degradadas fue pues el punto de arranque del concepto revolucionario con que Caro juzgó la realidad colombiana y su tarea de destructor de una idea del arte burgués.
”Como sentía que el gobierno colombiano se había vendido a las marcas de gigantes industriales estadounidenses”, confiesa Caro. Regresismo, identatitarismo caricaturesco, cuando los artistas supuestamente comprometidos con la realidad del país no fueron a buscarlo sino que se disfrazaron de indios o de maos al menudeo. “MARLBORO”, “COCA-COLA”: esas constancias del “avance del imperialismo” detectadas por Caro gracias a su miopía ocular que le permitió descubrir que millones y millones de pobres vendían cigarrillos en las calles bogotanas para sobrevivir y tomando coca-cola con pan y salchichón. A nadie con dos dedos de frente se le ocurriría hoy exaltar a un criminal como Mao y su discurso de “El foro de Yenan”, el más grave atentado, la más terrible ofensa contra la libertad del arte y del creador sometido a un lavado de cerebro para ser convertido en un mero “trabajador de la cultura”.
Caro hace otra de sus frases – repite la frase de Mao- celebradas por sus conmilitones: “El imperialismo es un tigre de papel” ¿Puede quien otorga credibilidad a una consigna totalitaria, hacer “arte conceptual”, el cual supone el desmonte de las estructuras estéticas del poder, de rechazar lo establecido, abriéndose de este modo a un contrasentido? ¿No habría que haber comenzado por oponerse al arte como mercancía, a las dictaduras visuales?
El genio calla ante el espectáculo, desaparece ante la sociedad del espectáculo mientras –Machado dixit- los ingeniosos se dedican a toda clase de travesuras para divertir al sistema. De alguna manera Antonio Caro, con suma astucia, permitió que los analfabetas, los snobs criollos, los críticos silvestres, crearan ellos (ellas) mismos (mismas) la leyenda de su supuesta singularidad, de su independencia estética.

”Las obras de Caro -dice un galerista- manifiestan su actitud anticonvencional y su reflexión crítica. Para su estrategia conceptual es indispensable la repetición que además de reiterar la comunicación, hace énfasis en el significado y proporciona nuevas lecturas”. ¿A quién se está refiriendo este hermenéutico, semántico, lingüista que confunde la crítica, el significado, la comunicación, aplicándola a una forma de expresión efímera que, además, supuestamente se estaría oponiendo precisamente a cualquier clase de interpretación?
El mejor homenaje que podrían hacerle sus admiradores sería el de cada año volver a colocar sus carteles de maíz, coca-colombia, marlboro, en las paredes de las ciudades al lado de los grafitis de desconocidos autores, de los carteles sobre espectáculos de música o de politiqueros en campaña, hasta que algún nuevo grafiti, otros afiches de propaganda, le sean colocados encima y lo hagan desaparecer cumpliéndose sí lo de la repetición, la muerte del significado, la voluntad de borrarse de cualquier intento de biografía, al igual que la melodía que deja de existir –Sartre dixit- cuando se termina la cinta de grabación y volverá a cobrar existencia cuando otro actor la ponga de nuevo a sonar. Por eso está presente Antonio Caro en nuestro arte moderno, porque nunca tuvo existencia real y la curiosidad de los diletantes de siempre es muy corta.